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Capítulo 3


Las enormes torres del colegio Saint Paul´s surgieron al tomar la última curva del Stanislaus National Forest.  Había sido un duro viaje de más de quinientas millas, cruzando el desierto de las Vegas, el Valle de la Muerte y el Stanislaus Nacional Park. Catorce horas de viaje ininterrumpido.Anne Millar se lo había prometido a sí misma, haría todo lo posible para sacar a Ben adelante, que estudiara y se ganara la vida honradamente. No quería pensar en el daño que Johnny, su hermano, le había infringido en su niñez y adolescencia. Había matado a sus padres en presencia de Ben. Éste arrastraba el tremendo trauma y lo exteriorizaba con una gran agresividad. Johnny desapareció afortunadamente de su vida cuando ambos estaban en el centro correccional. Ben jamás había dicho ni una sola palabra sobre su hermano. Los médicos habían dicho que su mente había borrado el recuerdo de Johnny inconscientemente para evitar el dolor. - “¿Dónde estaría en este momento?” - se preguntó. – “Seguro que lo habrán matado”. Intentaba apartar esos pensamientos, pero no podía evitar la angustiosa sensación de que, en cualquier momento, Johnny apareciera. Y eso significaría dolor, mucho dolor.

Pero Ben era su hijo y lo quería como si fuera propio. Mucho más. Con Ben tenía que intentarlo, porque el chico valía la pena, y ni ella ni su marido podrían soportar un nuevo fiasco. Había que encauzarlo, darle los medios apropiados. Seguro que Ben los aprovecharía.
Después de intentar matricularlo sin éxito en todos los colegios del condado, probó suerte en el prestigioso Saint Paul´s de Carson City, Nevada. El decano, el Sr. Johnson había aceptado hacerle una prueba de admisión.

El viejo Crysler LeBaron hizo sonar sus gastados frenos  ante la enorme verja de entrada, ventilando y rogando, agonizante, un merecido descanso. Un hombre uniformado salió de una garita de cristal y madera pintada de rojo situada a su derecha y avanzó hacía ellos.  

- Buenos días, ¿que se les ofrece? - preguntó cortésmente. 


- Buenos días, - dijo cansado el Louis Millar -  tenemos una cita con el Sr. Johnson. 

- Un momento, por favor, voy a comprobarlo. 

- Es correcto, pueden pasar, - contestó el guarda, empujando con esfuerzo para abrir los pesados hierros.  

 Un largo camino de cemento, escoltado por formidables pinos, se abría paso ante ellos. El edifico se hacía respetar por sí mismo. Las torres, orgullosas, mas grandes aún de lo que se apreciaban en la lejanía, destacaban de la masa rectangular del edificio, intercalándose entre tres naves encajadas como enormes moldes poliédricos de piedra caliza gris. Los vidrios de tres hileras de ventanas de madera visiblemente ajadas reflejaban apenas los rayos de sol que osaban atravesar las nubes que anunciaban lluvia en cualquier momento. El edificio central, de menor anchura que sus hermanas de los extremos, quedaba no obstante ensalzada por las dos torres. En su parte alta una enorme cristalera ovalada reflejaba el verde oscuro de los árboles, y en la parte baja una gran puerta de madera de dos hojas, abrazada por un pesado dintel también de piedra, invitaba al acceso subiendo los cinco escalones que la separaban de la rotonda ajardinada donde desembocaba el camino.




El Sr. Millar giró bordeando el jardín para aparcar al principio de la arboleda. Pasaron al lado de una fuente con una enorme águila de cobre. De los pies de la rapaz brotaba una cascada circular que caía circundando la columna sin dejar ver el interior. Parecía que el ave estaba posada sobre el agua con la intención iniciar un inmediato vuelo. Un grupo de muchachos hacía deporte junto a ella mientras un profesor vestido con un chándal blanco ordenaba que cambiaran de ejercicio. 
 


Aparcaron el coche y marcharon a pie hacía la entrada del edificio. Al pasar junto a la fuente, un grupo de chicos rieron divertidos mirando a Ben y a sus padres, con caras curiosas y descaradas.  Algunos de ellos se sintieron contestados por la mirada hostil de Ben.
 

Tras la entrada, el gran vestíbulo, con brillante suelo de mármol también gris mostraba un aspecto austero y frío. Los muros eran casi invisibles tras multitud de cuadros con marcos de diverso tipo, casi todos de viejas maderas labradas y patinadas por el tiempo. A Ben le llamó la atención la pintura de un rey a lomos de un caballo blanco y supo de inmediato que era Felipe III pintado por Velázquez, una reproducción, claro, y otro cuadro, a su lado, que representaba a un viejo con el pelo blanco, la cara pálida y las mejillas sonrosadas. “George Washington de Gilbert Stuart”, pensó. Cuando vio una escena de caza donde dos fieros podencos colgaban del cuello de un ciervo decidió que ya no le interesaba nada más de aquella multicolor representación.

 Hola, buenas tardes, - dijo una voz tras ellos.
 

-  Hola, - dijo el Sr. Millar – tenemos una cita con el Sr. Johnson, somos los padres de Ben Millar. 

- Muy bien, no les esperaba tan pronto. Yo soy el doctor Johnson - dijo sonriendo un hombre que acababa de superar la cincuentena y cuya mirada de inteligencia no le pasó desapercibida a Ben.

 - ¿Y tú? - dijo el Sr. Johnson - debes  ser Ben, ¿no? 

No obtuvo respuesta del joven que volvió a mirar a Felipe III. 

- Disculpe, - dijo Anne avergonzada, - ha sido un largo viaje y Ben… 

-  No se preocupe, - la interrumpió con afabilidad el Sr. Johnson-  Ya tendremos tiempo de hablar.

 -  Gracias, - dijo Anne agradecida. 

-  Si no te importa, - dijo mirando a Ben y sin perder la sonrisa-  me gustaría hablar primero con tus padres. Si lo deseas puedas explorar y curiosear esto un poco – abarcando con sus brazos la totalidad de la estancia.


El Sr. Johnson les invitó a pasar a su despacho. Louis y Anne habían decidido ir directamente al grano contándole la verdad desde el principio, ahorrándose unos preámbulos y cuestionarios verbales inútiles, que ningún resultado les había reportado hasta la fecha. No querían seguir deambulando de colegio en colegio. Sabían que esa era la última oportunidad para ayudar a su hijo.
 


“Esto parece una cárcel, como todos los demás” pensó Ben. 
Al final de la ancha y sobrio recinto ascendía una pesada escalera que se habría hacia ambos lados. Pasando bajo la de la derecha miró a través de la cristalera, distinguiendo la frondosa arboleda frente a la que habían aparcado el coche. Era enorme. Calculaba que el camino de entrada era de unos dos kilómetros de longitud y parecía estar cercado por un muro de piedra. Esforzó la vista para ver si podía divisar el final pero el día era gris y la neblina no permitía ver con claridad. Le pareció ver a lo lejos un pequeño cobertizo. “Quizá sirve para guardar los utensilios del jardín, que deben ser muchos”, pensó.
 

Se atrevió con los peldaños y accedió al primer piso. Había dos pisos más arriba tras asomarse al vano y mirar hacia arriba. Entró en el pasillo del primero y contó hasta diez  puertas numeradas. Parecían clases. Se acercó a una de ellas y  oyó como una potente voz hablaba de la partes de cerebro.
 
“…El cerebro es el mayor órgano del sistema nervioso central y el centro de control para todo el cuerpo, tanto  de actividades voluntarias como  involuntarias. Es responsable de la complejidad del pensamiento, memoria, emociones y lenguaje.Con toda la tecnología humana existente, el cerebro humano todavía tiene una capacidad diez veces mayor que lo que está almacenado en los  Archivos Nacionales de nuestro país, quinientas veces mayor que un sistema de memoria de un ordenador avanzado y diez mil veces mayor que lo que está registrado en la Enciclopedia Británica.
Todo está almacenado, solo hay que saber acceder a la información.”…

“Debe ser una clase de medicina. Interesante”, pensó. Se acercó a otra puerta. Esta vez era una voz femenina, su voz era dulce y templada que le recordó a la remilgada señorita Alice y sonrió maliciosamente.

 Al fondo las puertas eran más anchas. Se encaminó hacia ellas. Daba paso a los servicios. Abrió la puerta despacio y escuchó voces en el interior que cesaron de inmediato.  Siguió avanzando. No había nadie. Se acercó a la única puerta del retrete que permanecía cerrada e intentó abrirla. Reconoció el olor. Empujó más fuerte y la puerta cedió. Aparecieron en el interior tres chicos uniformados de similar edad a la suya que le miraban sorprendidos, con un cigarrillo en la mano del más alto. Marihuana, conocía muy bien ese olor.

- ¡Y tu quien coño eres!, - le dijo el del “petardo”, sin obtener respuesta. 

-  ¿Me has oído?, - le increpó.

 Ben se limitó a mirarlo fijamente sin mediar palabra.

- ¡Y este gilipollas…! -  sonrió nervioso uno de los muchachos. 

- ¿Quieres que te demos una paliza? – dijo el otro.

 Ben si limitó a sonreír con su inequívoco rictus de desprecio.

 Avanzaron hacía él y, cuando ya estaban llegando a su altura, una voz ronca y potente sonó al fondo del pasillo.

-¡Ben! - vociferó el profesor Johnson.

Ben se dio media vuelta y se dispuso a marchar, dando la espalda a los chicos. El mayor se abalanzó sobre él y le rodeó, desde atrás, el cuello con el brazo mientras con su otra mano le inmovilizaba su brazo derecho

- Como digas algo te mato, - le susurró.

Ben no contestó. Y de inmediato se vio empujado hacia el medio del pasillo, a pocos metros del Dr. Johnson.

- ¿Qué te parece el colegio? ¿Te gusta?-  le dijo amablemente el Sr. Johnson. - Ven conmigo, me gustaría tener una pequeña charla contigo.

Ben y el Sr. Johnson se encerraron en su despacho. Atardecía y las nubes no acababan de romper. Louis y Anne habían estado paseando por los campos y jardines que rodeaban el colegio hasta que, cansados y visiblemente preocupados, se sentaron en un banco, frente al despacho del director.

 A las cuatro horas, el Sr. Johnson salió y se acercó despacio a los Sres. Millar.

- Sres. Millar, ya hemos acabado con la prueba.
 

- ¿Puede quedarse? – dijo nerviosa la Sra. Anne.

 - Sres. Millar, - dijo tranquilo el Sr. Johnson-  además de una serie de pruebas estándar y test psicológicos, hemos descubierto cosas interesantes en Ben.

- ¿Pero... puede quedarse? - dijo la Sra. Anne con ojos húmedos y suplicantes. 

-  Señores Millar, su hijo tiene graves deficiencias afectivas que muestras indudables traumas en su infancia.

 Anne sintió que las piernas le flaqueaban. Apoyó su hombro en el de Louis.

 - Habrá que afrontar ese déficit y, según me dicen, no será un tema fácil ni de rápida solución.

 Louis miraba al suelo asumiendo, una vez más, el ineluctable final de una conversación muchas veces escuchada. Anna comenzaba a girar la vista hacia el vestíbulo.

 Sin embargo, Ben tiene un coeficiente intelectual muy por encima de lo normal, exactamente un percentil de ciento sesenta - dijo con emoción el profesor. - Para que se hagan una idea, en el mundo no hay más tres mil personas con este coeficiente. Figuras tan relevantes en la historia como Einstein tuvieron un coeficiente similar, o incluso aún bajo, resultando auténticos genios. Su hijo, en principio, es un superdotado.

- ¿Pero puede quedarse...?.- señaló, rompiendo a llorar de emoción, Anne. 

-  No lo sé - dijo con seriedad el Sr. Johnson, - debe decidirlo él. Hay una serie de condiciones y obligaciones, claro, muchas de ellas flexibles. Pero la única condición innegociable es que no debería salir de aquí en los próximos dos años. La personalidad de Ben está profundamente lacerada, marcada por los traumas que les he comentado, y que ustedes, mejor que yo, conocerán. Si no los puede superar el gran nivel de inteligencia que tiene no le servirá de nada. Al revés. Sólo le serviría para hacerse mucho daño así mismo… y a ustedes. Por ello es necesario un trato muy especial con él, un trato que equilibre tanto la recuperación de su personalidad como el desarrollo de su capacidad intelectiva. Pero debe decidirlo él mismo.

 - ¿Podemos hablar con él? – inquirió Louis.

 - No hace falta – se oyó decir a Ben desde el despacho del director.

En ese momento Ben se asomó y acercándose a ellos entregó al Dr. Johnson los formularios de ingreso ya firmados.