Johnny intentaba ahogar
los gimoteos espasmódicos de Ben estrujando su cara contra el pecho. Notaba la
humedad de sus lágrimas mientras percibía aterrorizado los sordos sonidos
provenientes de la habitación contigua. La oscuridad era total y su posición
fetal debajo de la litera era la débil y única defensa que se le ocurría
plantear ante lo que estaba sucediendo. Por experiencia sabía que aquello no
sería suficiente. Cuando cesaran los ruidos se abriría la puerta y la
emprendería con ellos. Una vez más. Un crujido metálico seguido de un gran
estruendo les hizo estremecerse al unísono. Varios gemidos similares a
maullidos dieron paso a un silencio prolongado, casi ominoso. Tras varios
minutos en el que solo se escuchaba el ronroneo del motor de la nevera, el
temible golpeteo de unos pasos recorrió la distancia desde la habitación de sus
padres ante la puerta del oscuro cuarto. Johnny creyó oír los latidos del
corazón del peuqeño Ben, que había aumentando su ritmo. O quizá era el suyo
propio, que bombeaba sangre a sus sienes y reproducía extraños efectos de
manchas de luz en su cerebro. Sintió algo caliente y húmedo en su pierna y supo
que Ben se había orinado. Un fogonazo de luz después de algo parecido a una
explosión invadió la habitación y Johnny percibió parcialmente las piernas de
su padre y sus pies descalzos enmarcados en el dintel con la puerta descolgada
de sus goznes. Ben emitió un gritito.
- ¿Dónde estáis, hijos
de puta? ¿Bajo de la cama? ¡Salid, malnacidos!
Inmóviles, los dos
hermanos permanecieron en silencio. De inmediato, la protectora sombra de la
litera desapareció cuando ésta salió despedida por una fuerza descomunal contra
los pupitres de la pared opuesta. Ambos quedaron inermes ante el hombre.
Johnny, antes del ataque, llegó a ver unas luces brillantes en unos ojos
extraordinariamente abiertos, con las escleróticas encarnadas, vampíricas. De inmediato dos
enormes brazos le arrancaron del cuerpo de su hermano elevándolo a la altura de
la cabeza de Jeremías.
- ¡Cabrones, vosotros
tenéis la culpa!
El aguardentoso aliento
le llegó directamente al cerebro, casi sin pasar por su nariz, y se vio
enfrentado en el aire con un rostro alienado y ajeno. No le dio tiempo a más.
Un millar de estrellas nacieron del agujero negro de su nariz hacia el fondo
del cerebro cuando la frente del iracundo Jeremías se la aplastó con un
tremendo golpe. No sintió dolor cuando estrelló su espalda en el suelo puesto
que estaba navegando por astrales espacios. Quedó conmocionado e inmóvil hasta
que oyó chillar como un cochinillo a Ben. Cuando abrió los ojos, una borrosa
visión dibujó a su hermano colgado de uno de los brazos de su padre,
zarandeado, y por encima de su cabeza. Lo vio cuando salió disparado contra la
pared que antes ocupaba la litera y, como si de un dibujo animado se tratase,
deslizarse por la pared hacia el suelo. Hubo un aterrador momento de silencio
que interrumpió un pequeño quejido de Ben, que inició un movimiento para
encogerse. Su padre lo izó de nuevo con la evidente intención de repetir el
lanzamiento. Y entonces Johnny lo hizo. Su padre, girando la cabeza y todavía
con Ben en sus manos, lo miró extrañado, como si observase un fotografía. Casi
en cámara lenta y con curiosa delicadeza dejó a Ben en el suelo y se llevó una
mano a la espalda, donde tropezó con un objeto extraño. Sin dejar de mirar a
Johnny y con inmutable expresión, extrajo la navaja y la llevó ante sus ojos.
La sangre se derramaba por su mano. Johnny estaba seguro de que esos ojos ya no
veían. Un borbotón rojo fue expulsado por la boca de Jeremías alcanzando a
Johnny en su misma cara. Sintió repugnancia. Sin solución de continuidad
Jeremías se desplomó sobre sí mismo, en una ridícula pirueta, estrellando su
cabeza contra la litera de los niños y quedando en una posición poco natural.
En los minutos
siguientes solo se oía el entrecortado
lloriqueo de Ben. Todo era inmovilidad y silencio en la habitación. Johnny no
sentía dolor en su nariz, más bien cosquilleo, y, como poco antes, solo
percibía el zumbido del frigorífico. Parecía estar paralizado. Él sabía que lo
que le ocurría era un ataque de pánico. Como el de esas interminables
pesadillas nocturnas en las que, en la oscuridad, se sentía rodeado por
pavorosas criaturas que solo percibirían su presencia en caso de que se moviera.
Terror a que, si estremeciera un solo músculo, su padre se levantaría
lanzándose contra él, como en las pesadillas. No llegaba a ver la totalidad del
rostro de Jeremías pero sí las aletas de su nariz. No se movían. Su pecho
tampoco. ¿Estaría muerto? Desvío la mirada hacia el ovillo de Ben y creyó que
convulsionaba. Con el miedo atenazando su garganta, sentía dolor físico en
ella, Johnny se atrevió a moverse muy despacio hacia Ben. Tras el primer
movimiento comprobó que nada del entorno se alteraba. Poco a poco, y sin
apartar la mirada de su padre, llegó hasta su hermano. El niño, con los ojos
vidriosos, le suplicaba. Despacio, y reuniendo un tremendo valor, se incorporó
y le ayudó a levantarse. Ben se adhirió a su cuerpo como una lapa. Su padre
permanecía inmóvil y, ahora sí, podía contemplar desde arriba toda su cara.
Tenía una expresión tranquila y los ojos cerrados. Johnny pensaba que si
estuviera muerto se habría quedado con los ojos abiertos, como en las
películas. Con pasos lentos y rodeando el cuerpo del hombre alcanzaron el
umbral, salvando la derribada puerta. Ben no aflojaba la presión de su abrazo y
Johnny le rodeaba la cabeza con el brazo, tapándole los ojos con la mano.
Cuando salieron al pasillo, Johnny vio que la habitación de sus padres estaba
abierta. Cuando asomó la cabeza, los ojos invertidos y en blanco de su madre
lucían como un par de huevos duros en su cara, que colgaba de una manera
peculiar desde la cama hasta casi tocar el suelo. La lengua, descolgada tapando
la punta de la nariz, presentaba un color negruzco. Una media rodeaba su
cuello. Le resultó curioso que en medio de la tremenda escena se fijara en los
zapatos de aguja que llevaba su madre apuntando al techo.