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Capítulo 7



Johnny intentaba ahogar los gimoteos espasmódicos de Ben estrujando su cara contra el pecho. Notaba la humedad de sus lágrimas mientras percibía aterrorizado los sordos sonidos provenientes de la habitación contigua. La oscuridad era total y su posición fetal debajo de la litera era la débil y única defensa que se le ocurría plantear ante lo que estaba sucediendo. Por experiencia sabía que aquello no sería suficiente. Cuando cesaran los ruidos se abriría la puerta y la emprendería con ellos. Una vez más. Un crujido metálico seguido de un gran estruendo les hizo estremecerse al unísono. Varios gemidos similares a maullidos dieron paso a un silencio prolongado, casi ominoso. Tras varios minutos en el que solo se escuchaba el ronroneo del motor de la nevera, el temible golpeteo de unos pasos recorrió la distancia desde la habitación de sus padres ante la puerta del oscuro cuarto. Johnny creyó oír los latidos del corazón del peuqeño Ben, que había aumentando su ritmo. O quizá era el suyo propio, que bombeaba sangre a sus sienes y reproducía extraños efectos de manchas de luz en su cerebro. Sintió algo caliente y húmedo en su pierna y supo que Ben se había orinado. Un fogonazo de luz después de algo parecido a una explosión invadió la habitación y Johnny percibió parcialmente las piernas de su padre y sus pies descalzos enmarcados en el dintel con la puerta descolgada de sus goznes. Ben emitió un gritito.




- ¿Dónde estáis, hijos de puta? ¿Bajo de la cama? ¡Salid, malnacidos!




Inmóviles, los dos hermanos permanecieron en silencio. De inmediato, la protectora sombra de la litera desapareció cuando ésta salió despedida por una fuerza descomunal contra los pupitres de la pared opuesta. Ambos quedaron inermes ante el hombre. Johnny, antes del ataque, llegó a ver unas luces brillantes en unos ojos extraordinariamente abiertos, con las escleróticas  encarnadas, vampíricas. De inmediato dos enormes brazos le arrancaron del cuerpo de su hermano elevándolo a la altura de la cabeza de Jeremías.




- ¡Cabrones, vosotros tenéis la culpa!




El aguardentoso aliento le llegó directamente al cerebro, casi sin pasar por su nariz, y se vio enfrentado en el aire con un rostro alienado y ajeno. No le dio tiempo a más. Un millar de estrellas nacieron del agujero negro de su nariz hacia el fondo del cerebro cuando la frente del iracundo Jeremías se la aplastó con un tremendo golpe. No sintió dolor cuando estrelló su espalda en el suelo puesto que estaba navegando por astrales espacios. Quedó conmocionado e inmóvil hasta que oyó chillar como un cochinillo a Ben. Cuando abrió los ojos, una borrosa visión dibujó a su hermano colgado de uno de los brazos de su padre, zarandeado, y por encima de su cabeza. Lo vio cuando salió disparado contra la pared que antes ocupaba la litera y, como si de un dibujo animado se tratase, deslizarse por la pared hacia el suelo. Hubo un aterrador momento de silencio que interrumpió un pequeño quejido de Ben, que inició un movimiento para encogerse. Su padre lo izó de nuevo con la evidente intención de repetir el lanzamiento. Y entonces Johnny lo hizo. Su padre, girando la cabeza y todavía con Ben en sus manos, lo miró extrañado, como si observase un fotografía. Casi en cámara lenta y con curiosa delicadeza dejó a Ben en el suelo y se llevó una mano a la espalda, donde tropezó con un objeto extraño. Sin dejar de mirar a Johnny y con inmutable expresión, extrajo la navaja y la llevó ante sus ojos. La sangre se derramaba por su mano. Johnny estaba seguro de que esos ojos ya no veían. Un borbotón rojo fue expulsado por la boca de Jeremías alcanzando a Johnny en su misma cara. Sintió repugnancia. Sin solución de continuidad Jeremías se desplomó sobre sí mismo, en una ridícula pirueta, estrellando su cabeza contra la litera de los niños y quedando en una posición poco natural. 




En los minutos siguientes  solo se oía el entrecortado lloriqueo de Ben. Todo era inmovilidad y silencio en la habitación. Johnny no sentía dolor en su nariz, más bien cosquilleo, y, como poco antes, solo percibía el zumbido del frigorífico. Parecía estar paralizado. Él sabía que lo que le ocurría era un ataque de pánico. Como el de esas interminables pesadillas nocturnas en las que, en la oscuridad, se sentía rodeado por pavorosas criaturas que solo percibirían su presencia en caso de que se moviera. Terror a que, si estremeciera un solo músculo, su padre se levantaría lanzándose contra él, como en las pesadillas. No llegaba a ver la totalidad del rostro de Jeremías pero sí las aletas de su nariz. No se movían. Su pecho tampoco. ¿Estaría muerto? Desvío la mirada hacia el ovillo de Ben y creyó que convulsionaba. Con el miedo atenazando su garganta, sentía dolor físico en ella, Johnny se atrevió a moverse muy despacio hacia Ben. Tras el primer movimiento comprobó que nada del entorno se alteraba. Poco a poco, y sin apartar la mirada de su padre, llegó hasta su hermano. El niño, con los ojos vidriosos, le suplicaba. Despacio, y reuniendo un tremendo valor, se incorporó y le ayudó a levantarse. Ben se adhirió a su cuerpo como una lapa. Su padre permanecía inmóvil y, ahora sí, podía contemplar desde arriba toda su cara. Tenía una expresión tranquila y los ojos cerrados. Johnny pensaba que si estuviera muerto se habría quedado con los ojos abiertos, como en las películas. Con pasos lentos y rodeando el cuerpo del hombre alcanzaron el umbral, salvando la derribada puerta. Ben no aflojaba la presión de su abrazo y Johnny le rodeaba la cabeza con el brazo, tapándole los ojos con la mano. Cuando salieron al pasillo, Johnny vio que la habitación de sus padres estaba abierta. Cuando asomó la cabeza, los ojos invertidos y en blanco de su madre lucían como un par de huevos duros en su cara, que colgaba de una manera peculiar desde la cama hasta casi tocar el suelo. La lengua, descolgada tapando la punta de la nariz, presentaba un color negruzco. Una media rodeaba su cuello. Le resultó curioso que en medio de la tremenda escena se fijara en los zapatos de aguja que llevaba su madre apuntando al techo.