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Capítulo 10


- ¡Thor!, vamos Thor, ven aquí!, - gritaba alegremente Claudia mientras correteaba delante de su padre ¡Ven chiquitín!

Eran inseparables. Hacía ya dos navidades que su padre se lo regaló. Se había convertido en su aliado, en el centro de atención de todos sus juegos. Era su amigo. Desde el mismo momento que abrió la pequeña caja roja que papa Noel  le había dejado debajo del árbol. Él chucho la miró con carita de pena. Con su orejita doblada. Lo sacó, lo abrazó en su regazo y desde aquél día no se separó del él. No había parado de llover en los últimos quince días. Por fin podían salir a pasear. Claudia y Thor correteaban por el sendero del valle jugueteando. Claudia le tiraba piedras y trocitos de tronco a los que el perro perseguía con ahínco.


- No le tires piedras a los charcos, - le reprimía su padre -  que se llena de barro.

Claudia cogió una pequeña piedra y la lanzó con todas sus fuerzas. Thor salió como una flecha tras ella. - Qué lejos ha ido esta - pensó.

- Papá, ¡no viene! -  dijo Claudia mientras mantenía la mirada donde había desaparecido el can.
- Habrá encontrado una madriguera, - dijo divertido el Sr. Anderson -  ¡Thor! gritó mientras se golpeaba suavemente la pierna como reclamo.
- ¿Una madriguera?, - dijo acelerando el paso - ¡quiero verla!
- Si, seguro que de alguna liebre. O alguna rata.

Escucharon al perro ladrar entre gemidos tras unos matorrales. Claudia era la primera vez que le escuchaba ladrar de ese modo. Al acercarse oyó como el animal estaba escarbando la tierra. Cuando lo vio observó que ya había excavado un pequeño hoyo y persistía en su empeño.


- ¡Ya la tenemos Thor! ¡Te voy a ayudar!

Pero sus pequeñas manos no lograban profundizar en la tierra. Estaba muy dura. Logró no sin esfuerzo levantar una pequeña piedra y el perro hundió el hocico en el hueco. Al sacar la cabeza un trozo de tela rosa salió colgando de su boca mientras algo reconocible quedó sobre la tierra rojiza.  Tras un momento de sorpresa Claudia se quedó pálida, y creyendo saber lo que estaba viendo, asustada, gritó.

¡Papá!¡Papá! ¡Ven, por favor, ven!

El Sr. Anderson, pensando que algún pequeño bicho la había mordido, corrió hacia el matorral. El perro ladraba agitado y seguía excavando. Al llegar al lugar a su sorpresa se unió el instinto de protección para con su hija, abrazándola desde atrás.

- Papá, papá sollozaba la niña - ¿Eso es una mano?
- Saca al perro de aquí que voy a ver que es dijo enganchando la correa al collar de Thor y dándoselo a Claudia para que estirara de él.

Levantó la piedra que su hija había dejado a medias y con una rama removió la tierra. Detrás de las cuatro falanges, indudablemente humanas, descubrió que aquellas estaba unidas a un brazo. Por el tamaño, pensó en un niño. Se volvió interponiéndose entre la escena y su hija e, intentado mantener la calma,  la empujó separándola del lugar. El perro seguía ladrando. En poco minutos alcanzaron el coche.

- ¿Que era papá? -  dijo Claudia aún con la cara desencajada.
- No lo sé, quizás algún esqueleto de mono o de otro animal.
- ¡Era una mano! exclamó rompiendo a llorar de nuevo.
- Si, eso parecía.


Ya se disponía a salir cuando la agente Jessica Powell irrumpió en su despacho.

- Comisario, acaba de llamar Peter Anderson.
- ¿Que quiere ese imbécil? - dijo secamente.
- Dice que estaba paseando con su hija cerca de Red Hill y han encontrado un cuerpo.
- ¿Un cuerpo? preguntó extrañado el comisario Owens.
- Si, un cuerpo. Su perro estaba excavando en la tierra y ha sacado un trozo de tela, de la que colgaba una mano. Ha hurgado más y parece que a la mano le seguía un brazo, por lo que se ha llevado a la niña de allí.
- ¿Estás segura?
- Eso dice. Le he pedido que esperara en casa. Que pasaríamos a recogerlo, pero no quiere que alarmemos a su hija y viene solo para aquí.
- ¿Su hija también lo ha visto?
- Sí, eso ha dicho.- Vaya, - susurró.
- Comisario, - se atrevió a decir Jessica.
- ¿Qué?
- Anderson ha dicho que la mano podría ser de un niño.
- Ahora veremos. Prepara el coche para cuando venga Anderson.

Se quedó pensativo. El carácter frio y distante de Owens nunca exteriorizaba lo que ocurría en su interior. No obstante, un imperceptible rictus en su cara y el repliegue de los dedos de su mano derecha denotaban preocupación. En aquel sitio perdido de la mano de dios nunca pasaba nada raro, pensó. Lo único que ocurrió fue… pero de eso hacía quince años. Además se registró toda zona una docena de veces y se batió el valle con decenas de personas. No se les podría haber pasado por alto durante los seis meses de búsqueda que duró aquello lo que un chucho y una niña parecían haber sacado a la luz, paseando. ¿Caroline?, pensaba. Sería muy fuerte eso. Notó que la piel de sus brazos y la espalda se erizaba.  A los pocos minutos el Sr. Anderson apareció en la puerta. Tenía aún el rostro pálido y su cara estaba crispada. No le gustaban los policías y Owen menos.

- ¿Dónde lo han encontrado? – le espetó sin mirarle a la cara.
- En Red Hill, cerca del lago, - dijo Anderson.

Subieron al sucio Dogge Charge y tomaron el sinuoso camino sin asfaltar que llevaba hacia la colina. La agente Powell les acompañaba.

- ¿Cómo lo han encontrado?, - preguntó el comisario.
- Salí con mi hija a pasear, el perro se quedó escarbando en un agujero y pensé que era una madriguera, por la manera que tenía de ladrar. Al acudir allí encontramos el cuerpo. Solo pudimos ver un brazo.
- ¿Está seguro de que es un brazo?
- Si, lo peor es que mi hija también lo ha visto.
- Ya…
- Es por ahí, -  dijo señalando en dirección al lago - no creo que podamos entrar con el coche, hay muchas piedras y grandes charcos.


Bajaron del coche en el mismo lugar donde antes había dejado el suyo Anderson y su hija andando el pequeño sendero que bordeaba el lago.


- Creo que es detrás de esas piedras, a la derecha, en los matorrales - comentó jadeante el Sr. Anderson.

Unos metros más allá la tierra estaba revuelta y se vislumbraba un pequeño agujero rodeado por grandes piedras y arbustos. El comisario se inclinó despacio, haciendo un gesto con la mano abierta a Anderson para que esperara sin acercarse. Deseaba que todo fuera un error del capullo de Anderson y que fueran huesos de algún animal. O alguna rama que caprichosamente hubiera tomado la forma de una mano. Apenas le quedaban meses para jubilarse y deseoso de disfrutar de sus libros, de su huerta, de Melanie. Solo faltaba que se reabriese el caso Caroline. Aquello lo marcó. Y mucho. Desapareció un día sin más. Sin dejar rastro. Conocía este paraje como la palma de su mano pues allí había nacido y criado, y donde llevaba treinta y cinco años de policía, dieciséis de comisario. Después de las batidas y del archivo provisional del asunto, personalmente había recorrido docenas de veces aquellos parajes. Fueron interrogados y sometidos a investigación exhaustiva todos sus familiares, amigos, conocidos, profesores. No encontraron móvil. Caroline era una niña  estudiosa y feliz. Vivía con sus padres en una pequeña granja a cinco millas al norte de Boone.  
Todos los días cruzaba el pequeño sendero del lago para ir a la escuela. Quince años atrás, el día trece de mayo, a las cinco de la tarde salió del colegio. El profesor  Surlingans no encontró nada extraño en su conducta.  Como todos los días cruzó el parque infantil. Allí fue vista por la señora Leonor que iba a buscar a su nieto. Llevaba una vestido rosa con estampados naranja y unas zapatillas blancas con suela de goma. Sin cordones. En la cartera tres libros. Matemáticas, Historia de Estados Unidos y Geografía.  Una carpeta azul con fotos de grupos de música folios y unos cuantos bolígrafos. Y unas gomas rosas para el pelo porque llevaba coleta. Una larga coleta rubia. Tenía catorce años y era muy guapa.  Once minutos. Se tardan once minutos desde la escuela a su casa. Lo había recorrido muchas veces. Incluso dragaron el lago. Era lo más probable. Que se hubiese ahogado. Pero nadie la encontró nunca. Tarde o temprano el cuerpo flota. Lo habían registrado palmo a palmo. Nunca encontraron nada. Ni una sola pista que aclarase lo sucedido. De casa no se llevó nada. Tan solo la ropa del colegio y la mochila.

El señor Sanders le llamó a las ocho menos veinte de la noche. No encontraban a su hija. Habían llamado a todos sus amigos y nadie la había visto.  No había llegado a casa. La señora Marie estuvo toda la tarde en casa. Pensó que había ido a ver a su padre, llegó sobre las seis y diez. ¿Qué ocurrió de cinco a cinco y cuarto de la tarde? ¿Por qué Caroline no llegó a su casa?  Simplemente desapareció. Nada fue lo mismo desde entonces. Sus padres nunca le perdonaron que no la encontrara. Pensó que aún era muy pronto y que estaría con alguna amiga o haciendo algo. Tendría que haber buscado aquí, desde el primer momento.

- Es ella, - suspiró abrumado.

Con mucho cuidado fue destapando la tierra que cubría el cuerpo. Muy lentamente, como si quisiera pedirle perdón por no haberla encontrado y con gran escrupulosidad. Los forenses vendrían después y no quería remover más de lo debido. Es curioso, pensó, que después de tanto tiempo el cuerpo se conserve tan bien. Sí, alguien la asesinó. Casi había terminado. Le faltaba el otro brazo. Una piedra grande lo cubría. Ayudado por el Sr. Anderson la movieron y se miraron perplejos. Tenía el puño cerrado. De inmediato se dio cuenta de que algo estaba fuera de sitio. En uno de los dedos relucía un anillo. Le pareció muy grande.


- ¡Ese anillo… es de un dedo mucho más grande!, dijo sin poder evitar que el comentario fuera oído por Anderson.
- Me lo estás diciendo, ¿verdad Caroline? - le susurró al cuerpo que yacía frente a él - Me estás diciendo quien te ha hecho esto